Se estropearon las cañerías, qué contrariedad. El desagüe de la lavadora goteaba en la cocina y, lo peor del caso, inundaba el techo de la vecina de abajo. Como la vecina de abajo es mi casera, se dio mucha prisa en avisar a la empresa que repara estos contratiempos domésticos.
Llegaron unos fornidos obreros, levantaron la baldosa grande que sella el albañal e introdujeron una goma conectada a un succionador para desatascar las tuberías del edificio. Aquel ingenio empezó a remover depósitos solidificados de materia que en origen era líquida –o medio líquida -, como restos de detergente hechos cuajarones de color azul, o manojos de pelo, tal cual si en casa nos arrancásemos los cabellos a tirones en vez de peinarnos. Sacaba papel higiénico como bolas de navidad, colillas, compresas, pañuelos, hilo dental, borra y fibra textil y algún botón de alguna prenda engullido por la lavadora. Sacaba restos de arena que, nos explicó el técnico, filtraban de la instalación antigua y acabaron por obturar las conducciones.
Con una llave de fontanero en la mano, a modo de puntero láser, nos indicaba el recorrido original de las cañerías y el punto donde se unían con la nueva instalación. Imaginé las paredes, los zócalos de la casa, los suelos sobre los que chancleteo a diario, habitados en lo subterráneo por aquella palpitación de deshechos orgánicos, siempre fluyendo, siempre fermentando como una plaga invisible que acompaña durante toda la vida, sin la que no podríamos vivir. Examinaba el técnico la materia desatrancada, y de la excreción deducía costumbres domiciliarias con mucho tino, algunas de ellas reprobables como la de arrojar colillas al inodoro. Convertido en detective de la inmundicia, me apabulló con la verdad:
-Si siguen echando colillas al váter y usando papel higiénico de doble capa, las cañerías volverán a atascarse.
Cuando se marchó, un olor putrefacto a materia fecal inundaba la calle. Pasaron dos niños corriendo, alborozados:
-¡Huele a mierda!
No tuve que pensarlo dos veces porque el verano siempre me pone filosófico. Los críos tenían razón: la verdad pura siempre es una misma mierda.